Sabiduría en los Himalayas

«El silencio de la montaña guarda las memorias del alma… incluso aquellas que duelen.»

El viento helado de los Himalayas recorría los valles como un susurro antiguo, como si cada ráfaga arrastrara consigo fragmentos de vidas pasadas. En medio de esas montañas sagradas, elevadas más allá del alcance del mundo ordinario, dos almas se reencontraron una vez más.

Isria despertó una mañana con la sensación de haber olvidado algo esencial. No era algo físico. Era un anhelo inexplicable , un vacío silencioso en su pecho. Vivía en un monasterio tibetano desde niña, criada entre cánticos, incienso y enseñanzas espirituales. Aunque su entorno era de paz, su interior se agitaba con preguntas sin respuesta.

Desde muy joven, su sensibilidad vibratoria había sido notoria. Cada cuenco tibetano que resonaba en el templo activaba memorias que no comprendía. Los mantras no eran para ella solo cantos de devoción, sino claves que abrirían puertas invisibles . Las demás monjas la llamaban “la que escucha el alma del sonido”, sin saber cuán literal era esa expresión.

Un día, un monje anciano la condujo a la sala de entrenamiento, donde nuevos iniciados eran instruidos en la ciencia del sonido. Allí, frente a un cuenco de metal vibrante, estaba él . Su figura era conocida y desconocida a la vez. Isria lo miró, y algo profundo en su ser despertó .

Era Eryon .

Él también sintió la misma sacudida interna. Aunque había crecido en una familia con estrictas creencias religiosas, su búsqueda lo había llevado hasta ese monasterio. Sin embargo, había aprendido a reprimir partes de sí mismo. Sus hechos, sus visiones, sus sueños recurrentes de civilizaciones antiguas y códigos de luz eran cosas que había ocultado toda su vida. Por temor. Por lealtad a sus raíces. Por vergüenza.

Ver a Isria fue como encontrarse con su reflejo, pero también con todo lo que había intentado olvidar.

Durante semanas, compartieron prácticas, enseñanzas y silencios que decían más que cualquier palabra. A pesar de que sus almas ardían con el reconocimiento mutuo, las circunstancias externas tejían una barrera infranqueable . Las creencias de sus familias, las expectativas del entorno espiritual, la forma en que habían sido moldeadas… todo parecía conspirar para separarlos.

No hubo una ruptura dramática. Fue más bien una retirada silenciosa, dolorosa y contenida , como quien se despide sin saber por qué, pero sabiendo que debe hacerlo.

Ambos continuaron su camino en solitario, entregándose a la meditación, al estudio, a la conexión con la Tierra. Lograron mucho: se volvieron guías, sanadores, portadores de una sabiduría antigua. Pero nunca dejaron de sentir ese hueco inexplicable dentro de sí.

No sabían que ese vacío era la herida de su separación.

No sabía que su misión, aunque activada, estaba incompleta.

Los bloqueos emocionales creados por esa desconexión les impidieron ver con claridad el propósito de su encarnación . La sabiduría estaba allí. Pero sin el latido conjunto, sin la energía unificada de sus llamas, el rompecabezas no estaba completo.

Fue solo al morir, cuando sus cuerpos se apagaron y sus almas se elevaron, que se encontraron otra vez. Ya no había barreras, ni cuerpos, ni estructuras mentales. Reconocimiento en solitario .

En ese espacio entre mundos, se abrazaron en luz, llorando por todo lo que no habían podido vivir juntos.

Y allí, hicieron una promesa sagrada : regresarían. Sanarían. Se recordarían. Y esta vez, lo harían sin miedos. Sin límites. Con el corazón despierto y el alma comprometida.

Trazaron juntos el nuevo sendero. Uno que los llevaría a tierras antiguas donde las estrellas guiaban el tiempo y el conocimiento se escribía en piedra y cielo. Mesoamérica los esperados.

Pilar @serevolucion5d